De las infinitas cuestiones a las que abre «Anatomía de una caída» quisiera compartir dos, quizás muy laterales, por eso los spoilers son casi nulos y la chance de leer algo parecido sobre la peli, relativamente baja.
La primera es lo bien que capta la aflicción, particular y agudísima, que produce la imposibilidad de escribir. Me refiero a la imposibilidad de escribir cuando está unida al deseo de escribir, a la concepción de la escritura como algo serio, trabajoso, eventual vehículo de éxito y de prestigio social. La imposibilidad de “sentarse”, de sostener un proyecto de escritura más allá de las ideas que se garabatean en una libreta. Ver morir esas ideas o que las terminen desarrollando otros, que con toda lógica podrán decirnos –como en la película– que nuestra idea era nimia frente al libro de 300 páginas que escribieron ellos tomándola, aunque eso no nos produzca ningún alivio. Y peor si agregan que de todas formas nosotros no íbamos a escribirlo.
No conozco padecimiento similar al de querer escribir y no poder ponerse. Quizás exista alguien que desea inmensamente tirarse en paracaídas y no se anima, pero no creo que esa frustración arruine su vida. O que lo enferme. O que lo lleve al suicidio. El proceso de escritura obturado por el miedo empieza a rodear el acto de mucha neurosis, hace que, por ejemplo, tomemos compromisos de más (ofrecernos a cualquier tarea en el consorcio, escuchar a todas las amigas en crisis, ordenar cosas que otros dejan desordenadas). Esa energía mal canalizada se transforma en reproche hacia el otro (no escribo porque no tengo tiempo libre, tendría que aislarme en el campo, tendría que dejar el trabajo). Es lo que en “Anatomía…” hace Samuel con Sandra, cuando después de haber decidido escolarizar a su hijo en casa reniega de su falta de tiempo.
En contrapunto la película capta –con precisión irritante– la figura de quien escribe sin problemas, como Sandra, mientras cría hijos, hace compras y sale con amigos. Sin necesitar un lugar especial, sin que le moleste ni siquiera la música fuerte. Se sienta y, sin más, ESCRIBE.
Así era mi papá. Y así fueron muchas de mis parejas, revestidas de brillo, mientras yo me ahogaba en la angustia. Con envidiable salud mental Sandra le dice a su esposo, el escritor fallido: “en el tiempo que te lleva hacerme estos reproches podrías haber escrito un montón”. Hay gente que puede ser así de práctica.
El segundo tema es la línea sutil entre la obra de quien escribe y su vida real. Existen grados de autoficción, pero tal como explica Sandra todos tomamos partes de la realidad, de nuestra propia sensibilidad ante ciertos hechos, que después extremamos o desviamos por exigencias del argumento. En una escena quizás demasiado burda, se traen al juicio de Sandra los fragmentos de un libro en el que la narradora fantasea con matar a su marido. Al igual que con los audios de las discusiones, ella dice: «no éramos SÓLO eso. Una relación no puede reducirse a eso».
Vuelvo a mi papá porque lo quiero y lo extraño, y porque fue mi modelo más cercano de escritor. En dos de sus libros (de ficción, de autoficción, de alter-ego llamado Pablo Epstein, qué sutil, Pá!) se refería a los hijos recién nacidos de Pablo como “los monstruos cagantes y vomitantes” que no lo dejaban escribir. Sin dudas fue una impresión real en él cuando nacimos mi hermana y yo. Me llevó tiempo, y análisis, y práctica de escritura, llegar a decirme, como también dice «Anatomía de una caída», que esa definición no resumía nuestra relación –amorosa, infinita–. Que no éramos SÓLO eso.
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