Me puse a pensar en que cada época sube un estado para la población, lo que sería una manera parecida de organizar la felicidad o el hipnotismo, para que los contactos nos visualicen y saquen conclusiones de los logros superficiales que obtenemos.
Por eso, me congelé en un recuerdo, que me lleva a un estado melancólico y optimista.
Una vez en el dilema, que va desde la inutilidad al desarrollo, el amigo del estado me dijo:
“Sin convicciones no hagas nada para mostrar hechos“. Y siguió, pero con análisis actual: “Hoy, todos los estados que veo desde mi teléfono quieren venderme su éxito en la búsqueda de likes”
En simultáneo, esa lucidez me conectó, inexplicablemente, al loser que era una mezcla de bocón simpático y antisistema.
Su lema, antes de subir al tren, era: “Aguante el fin del mundo, ya fue todo”.
Lo hacía todos los días, en ese estado de euforia, en la estación ferroviaria del Oeste. Pero es inexorable subir la foto de aquel momento.
Siempre cuando uno va por Av. Gaona, pasando por aquel pool de la esquina, vienen a la memoria todos aquellos estados de locura que vivimos desde los 90.
De todas formas, pasa algo extraño, esa generación, que fue más sensación que realidad social, supone una deuda con el fondo territorial, que nada tiene de internacional.
Como una especie de deseo para reinvidicarse, con un nuevo estado de la generación vacía y sin contactos, en esta realidad ampliada.
Como una Franja etaria, que ronda la mitad de un siglo, deseosa de subir la historia en redes, para demostrar la felicidad inexistente del siglo XXI.
Luego de unos años, cuando cruzamos el paso a nivel de Haedo, en 2008, en la fila del zig zag de caño color rojo y blanco, sonaba una alarma.
No era justamente la campana metálica típica ferroviaria, que tanto añoro con los túneles paso a nivel. El sonido que retumbó fue: “La crisis económica de Estados Unidos, que hizo paralizar la obra de yeso que tengo en Williams Morris“, dijo el hombre de gorra blanca que caminaba adelante.
Con los meses, después entendí, que ese contratista anónimo, fiel al perfil del personaje histórico que encaraba Eddie Pequenino junto a Olmedo (“io sono il contratista”), encontró la síntesis que ningún economista televisivo, que no para de vender con sus estados los falsos logros, pudo resolver.
Pero como un puente astral, y sin ningún punto de contacto con ese recuerdo, ayer pasé por una obra en construcción, con Leo Mattioli a fondo, y lo que me sorprendió fue un imprevisto silencio cuando el volumen del viejo radio grabador bajó a cero su audio callado, casi a un nivel de humildad inexistente en la era del narcisismo.
Miré hacia adentro, como casi siempre cuando uno pasa por un vallado de chapas acanaladas, y lo hace instintivamente, como chusmeando nada, y al mismo tiempo, pensando en mi estado presente, y en como administrar la incertidumbre.
Ahí, automáticamente lo reconocí, era el albañil y su media cuchara. Ese héroe anónimo, que jamás supo el destino de su media naranja porque lo bloqueó, para visualizar lo que subía, pero su amor era incondicional a la mejilla de chapa porosa. Su verdadera pareja en esta realidad asimétrica.
Lo saludé, y miró hacia un balde, señalando y dijo: “Si alguno me resuelve el problema, me saco una selfie y la subo a mi estado”.
Seguí como si no hubiera escuchado, pero al mirar de nuevo hacia atrás, supe que buscaba sacar sus anteojos, que habían caído dentro del balde de cemento.
Su ayudante gritó desde el andamio: “Subí la música del león santafesino“, mientras espiaba el nuevo estado de sus contactos virtuales.
Mientras el material se iba endureciendo, la desesperación por no tener ya contactos en el nuevo estado de su mirada, reinició el deseo por recuperar las gafas, pidiendo a sus amigos que hagan un estado público, y no piensen sólo en modo privado, para resolver “un asunto de estado”.
La visión divina de mirar muros sin vidrios, que separen la humedad de sus ojos del ladrillo solarizado, lo hizo decir aquello menos pensado: “Salí por favor del balde, si volvés conmigo, haceme lo que quieras, arrobame y tirame cal en el pecho“.
Allí la obra sin revoque se transformó en un anfiteatro, casi como el de Paestum, y todos en semicírculo, se pararon a aplaudir la frase que constituyó el nuevo estado.
Alguna vez, escuché del técnico que reparaba los porteros eléctricos del edificio donde era cadete en los 80, que: “El estado es un amigo, si no tenés uno adentro, fuiste”.
Será que nos encontramos en un estado de transición, y buscamos erróneamente que los estados de otros, nos emocionen, sin lograr llenar nuestro propio balde, con los nuevos contactos del estado.
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